Desde hace algún tiempo el progreso económico se ha considerado el motor del progreso social. Sin embargo, en un mundo cada vez más competitivo y globalizado, los ajustes exigidos por la racionalidad económica poseen unos costes sociales mayores y más difíciles de paliar. Nos llegamos a preguntar si los efectos negativos de la modernización, de la posmodernidad de la economía pueden ser compensados por políticas sociales adecuadas.
Cuanto más grande es un pastel, mayor puede ser la parte de cada uno; igualmente, cuanto más próspera es una economía, será más fácil llevar a cabo políticas sociales audaces. Así que los que deseen prolongar las situaciones adquiridas, los modos de producción superados, los pequeños productores a los que el progreso condena a desaparecer y que frenan así el crecimiento económico, actúan de hecho como antisociales, por puras que sean sus intenciones. El desarrollo económico espectacular que tiempo atrás hemos tenido en España ha ido acompañado de la puesta en práctica de múltiples políticas sociales, que nos han protegido de los infortunios de la existencia, y de inversiones en educación y equipamientos públicos que han proporcionado las condiciones de un crecimiento sostenido.
La prosperidad colectiva es la punta de lanza de lo social, ya que permite obtener los excedentes necesarios para redistribuir. Es preciso concentrar la actividad económica en producciones que requieran un trabajo altamente cualificado. A su vez, este nivel de prosperidad va a hacer posible financiar la inversión educativa que permitirá multiplicar los trabajadores altamente cualificados. Y si la situación de alguno se degrada por los inevitables reajustes del aparato productivo, habrá políticas sociales adecuadas que aportarán correcciones suficientes para que la situación de todos mejore.
Para tener en cuenta la complejidad de nuestro país, de Europa habría que afrontar una realidad en que todas sus formas de progreso no van a la par. Supone admitir que una política social fundada sobre la solidaridad entre ciudadanos iguales y en el reconocimiento de los derechos de quienes atraviesan dificultades no es capaz, en puntos esenciales, de sustituir a formas tradicionales de benevolencia paternalista hacia los débiles. Supondría admitir que la construcción creadora y voluntarista del porvenir no puede borrar toda necesidad de respetar y proteger universos sociales heredados del pasado.
Desde aquí se pide al mundo político y a los constructores de modelos que se sometan a una cura de realismo. Al concebir nuestra gestión de lo económico es preciso que nos preguntemos cuáles van a ser sus consecuencias sociales. Y debemos hacerlo teniendo en cuenta las realidades de este bajo mundo y nuestra limitada capacidad para corregir mediante políticas sociales, incluso bien dotadas, los desgarrones de nuestra sociedad.
La mejor política social que tenemos en nuestras manos es invertir en la familia, en el trabajo, educación y sanidad. Lo demás vendrá por añadidura. Progreso económico y progreso social deben ir de la mano.
MARIANO GALIÁN TUDELA