Serían las doce del mediodía cuando acudimos al evento en Beniaján. Antes de comer, estaba yo apoyado en un árbol centenario. Aquel fue uno de esos momentos de profunda reflexión, en que mi pensamiento se obligaba a visitar regiones de mi cerebro que casi me eran desconocidas, mientras los que estaban a la sombra de los árboles animados por canticos alegres se miraban con ternura; pues la voz de Julián, cantico más dulce aún, llegaba a los oídos de todos con un encanto inefable. Se pasó por allí la Guardia Imperial, los Bomberos de Murcia, los tamboristas de Mula y cientos de personas mostrando su cariño al pequeño y a su familia.
La tortuosa infancia de ese niño de seis años, que en su insaciable curiosidad se asombra de cuanto ve y oye, divina suerte, piensan algunos, divino calvario, lo hacen otros. Él ofrece su mirada con intención de adivinarlo todo, se deleita espontáneamente con cada cara nueva, con cada sorpresa, con cada demostración de cariño… con el presentimiento de que esa efímera felicidad tantas veces esperada no tardará en esfumarse; sólo él sabe cuánto le duele, solo él trae cuenta de toda esa infinidad de operaciones, de todas aquellas horas amargas e interminables en que su alma parece esforzarse por olvidar el áspero trago que supone volver al hospital, cuna de pocas delicias de una realidad que no puede dejar en el olvido.
No eran las hojas de los árboles, a los que las fugitivas hadas de la primavera engalanan con leves retazos de vivos colores; no el vuelo vistoso del pardal sobre las casas cercanas, no era eso lo que veían los ojos de Julián; era lo que ya no verá más ese niño; lo que su aliento quebrado por apenadas realidades no explora, o se deleita exclusivamente en sueños: a él jugando libre de ataduras con el puñado de niños que corretean extasiados rellenando los huecos de agradables experiencias en los primeros albores de la vida.
Divisé la negra y tortuosa silla de ruedas, a su madre y a su padre, quienes vienen obligados a hacer lo que sea por su amado hijo en cumplimiento de lo que a Julián le tienen prometido. Vivir un día más. Y otro. Y otro. Atravesé la multitud con mis dos hijos y esperé el primero, visible para aguardarlos y que ellos me vieran a mí, y me fundí en un abrazo con Miguel, el padre que lloraba.
Como estábamos al sol, y todavía hacía calor, Miguel nos acompañó para que los niños tomaran un refrigerio y cogieran regalos mientras charlaba nervioso conmigo; me dijo que todas aquellas personas habían venido a homenajear a Julián y que después pasarían unos días en Madrid. Un ofrecimiento y muchas atenciones del gran equipo de futbol de la capital: el Real Madrid les esperaba.
Yo espiaba el rostro de la madre, sin que ella lo notase, buscando los síntomas de la angustia y la pena por su desdichada situación, los cuales acentuó con la melancolía que de súbito se apoderó de ella. Se cubrió los ojos con una mano para esconder que también lloraba: la comitiva esperó un instante, se secó rauda las lágrimas, y se acercó a los que allí estábamos mostrando su mejor cara. Encontré entonces una sonrisa en sus labios, y llorosos los ojos, rio, y empujando la silla con una mano giró la cintura y reclinó la cabeza para darme un beso en la mejía, diciéndome: muchas gracias por venir.
Me congratulé por recibir semejante agasajo, sobre todo porque no merecía que me dieran las gracias, no a mi persona, ni a nadie que allí estuviera, solo era merecedor aquel niño valiente que con seis años le hace frente a un tumor cerebral y un sinfín de complicaciones médicas añadidas. Él sí es el verdadero héroe, él sí es el único protagonista.
Estaba ya a poca distancia de Julián. Se iban apartando aquellas personas que habían conseguido besarlo o decirle unas palabras de ánimo. El sol que había empezado a ocultarse tras las profundas copas de los sauces proyectaba las inquietas sombras de todos aquellos niños enredando con sus juguetes en el parque. Me acerqué a él sin decir nada, mi brazo oprimió suavemente el suyo y noté su calor y su fuerza, mi mano rodó poco a poco hasta encontrarse con la suya; no la pudo levantar y apoyándose con más fuerza en el respaldo de la silla de ruedas se irguió un poco, mientras decía con voz lenta una serie de palabras acalladas que no pude identificar.
Noté que la pierna izquierda de Julián le dolía horrores, al unísono esbozaba el niño una mueca afligida que escondía veloz con una sonrisa que le asomaba al instante a los labios. ¡Qué valentía! ¡Qué bravura! ¡Qué ejemplo de superación! Con esa rápida acción me mostró sin lugar a dudas que a pesar de su corta edad y del sinfín de calamidades y sinsabores que llevaba a cuestas ese niño los tenía muy bien puestos; y ya me apresuraría yo a narrar tamaño arrojo a los cuatro vientos. Porque esta historia, hay que contarla…
A partir de ahí tuve que hacer un esfuerzo para que mi mente no comprendiese del todo lo penoso que debía haber sido hasta el momento el día a día de ese chico y de sus padres. Intenté que aquello no me afectara, pero resultó imposible. Miguel, como si lo hubiera hecho toda la vida había empezado hace cierto tiempo a remover el cielo y la tierra para emprender un viaje sin retorno, por duro que fuese, para regalarle a su hijo los mejores parabienes de cualquiera que estuviera dispuesto a ayudar a su hijo que lucha contra un tumor cerebral, intervenía en todo lo que se organizaba, aunque no fuera necesario, y repetía una y otra vez que su Julián saldría adelante.
Seguro que Miguel no tenía ni idea de cuál era el camino a seguir cuando comenzó la lucha por su hijo, pero había vivido lo suficiente como para saber que el desconocimiento de ciertas cuestiones no tiene por qué ser un impedimento para emprender una aventura. Se trata de algo que un padre abnegado e imperturbable aceptaría con los ojos cerrados. Algo que cualquiera de nosotros podemos hacer en menor medida, aportando nuestro granito de arena. Algo que muchos han hecho ya apoyando a Julián. Es una especie de deber cívico, y no hay acciones equivocadas. Funciona siempre que la sociedad se haga eco de la peligrosa situación de este niño e intente actuar con prontitud y vehemencia. Yo ya he empezado a hacerlo. ¿Y tú?